Ante la llegada del 1 y 2 de noviembre, la identidad de mi pueblo se entrelaza con infinidad de sentimientos encontrados, de aromas añejos y de sonidos que trascienden a través de nuestro actual presente.
Es esta fecha parte de los momentos inolvidables donde a nuestros muertos se les agasaja con simbolismos, inmortalizando su recuerdo en el corazón de nuestro pueblo. ¡Es ahí que con ternura nuestra memoria se impone ante el olvido de aquellos que rechazan el legado de nuestras tradiciones!.
Dicho legado sobre el olvido prevalece y entre nostalgia y esperanza nuestros fieles difuntos anhelan la llegada del otoño. Estación donde germina la emblemática flor de cempasúchil. Ella se exhibe ante los muertos con sus coloridos botones, que les dotan de la chispa de vida a esas sus oscuras y cuencas vacías. Es su cosecha un acto tan sublime, que sus pétalos al ser tocados desprenden una icónica estela que hasta el viento se impregna transpirando por doquier una amarga esencia que irresistible nos susurra, que con ternura a nuestros finados les despierta y hasta la andrógina muerte embelesada de tal amargo bálsamo el deseo le increpa.
Es en ese momento mágico en el que se inicia el llamado a nuestros muertos. Ellos felices se alistan para cumplir con nuestra próxima cita. En ese retorno de ánimas, la huesuda al frente se hace presente ataviada con un rebozo de seda picada e incrustadas lleva sobre sus coloridas trenzas la flor de nube de tal excelsa pureza, que purifica el camino por el cual sus rebaños recorren hacia el mundo mortal.
Nuestros pensamientos ansiosos por su llegada les guían, y ante el frío de la madrugada nuestro cariño les arropa tal cuales brazos de una suavidad de rojo terciopelo, que con fuerza y a la vez con delicadeza a su esencia se aferran ante la indiferencia de generaciones venideras.
Ya dentro del camposanto las tumbas se revisten de color y textura, mientras en los altares se exhiben sabores, aromas y bebidas ante los retratos de los que ya se nos han adelantado y que hoy retornan para ser una vez más ser honrados. Este es su ritual, esta es nuestra ofrenda, emotiva y representativa de nuestro cariño y admiración a aquellos que alguna vez vivieron y que una vez más hoy regresan del más allá haciéndose presente en nuestro plano terrenal.
Es esta fecha tan especial que entre flores y copal; velas y sal, los recuerdos se amalgaman con aquello que alguna vez tuvo rostro, que alguna vez se revistió de piel y huesos y hoy tan solo su esencia es percibida por aquellos que leales en su ausencia en recuerdos son ya vida eterna.
Nuestros difuntos al estar frente a su ofrenda degustan con entusiasmo; satisfechos ya sin arrepentimientos marchan hacia el Mictlán tarareando su rola favorita. Escoltados por su regidora la muerte, que gustosa porta en sus manos aquellos ramos de flores que les ofrendamos, y ha cada paso que los va acercando más y más a su eterno descanso, las flores se van despojando de su color y aroma.
En cada año, dentro del presente festejo de día de nuestros muertos el pasado cobra vida, siendo ya parte imprescindible de nuestra identidad. De una cultura que hereda hoy por hoy a vivos la oportunidad de interactuar espiritualmente con sus muertos que en dicha festividad se hacen presentes, en un hoy que se resiste a su olvido.
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